El piso estaba en la penumbra, las ventanas abiertas, las persianas a medio cerrar. No escuché ni la voz de Paula, ni el aceite saltando en la sartén, tan sólo unos ahogados gritos que provenían de la calle. La llamé sin respuesta. Avancé despacio, sorteando unos libros abiertos esparcidos por el suelo. Trastabillé. Miré en el dormitorio y en la habitación de los niños pero no la vi. Las cortinas oscilaban con el viento. Cerré la ventana pero seguí escuchando aquellos gritos. Me asomé. Estaba sentada, en el alfeizar. Los ojos me escocieron y un velo me oscureció la mirada. Alargué el brazo y abrí la mano. ¿Podré cambiar? Nunca antes me lo había planteado. Nunca antes.