Caminaba pensativa por el parque cuando un niño despistado tropezó aparatosamente conmigo haciendo que, con el empujón recibido, se cayesen mis gafas de sol. Instintivamente exclamé: ¡lo siento, lo siento, perdona! y me agaché con rapidez para recoger las gafas del suelo. Desconcertado, el pequeño se disculpó: si la culpa fue mía, perdóname tú, y mirándome fijamente me preguntó con curiosidad: ¿por qué me pides perdón?, fui yo quien te hizo daño…. En ese momento sentí como sus inocentes ojos descubrían mi secreto. Avergonzada, bajando la vista, murmuré: es la costumbre… y ocultando de nuevo los moretones tras los cristales oscuros, me fui.
Ese día, puse la denuncia. Sin saberlo, ese niño consiguió darme fuerzas para tomar la decisión correcta.