Su rol de limpiadora de juzgado debería haberle ayudado a descorrer su silencio pusilánime, pero posponía la exteriorización de su tragedia cotidiana por pavor a sus manos expeditivas de guardián de la noche.
Conciliar la sonrisa pública con el ocultamiento de los moretones domésticos la había convertido en la mejor actriz del palacio de justicia.
Él se conducía metódico, confinando su diversión maltratadora a territorios cubiertos de nubosidad textil, pero anoche le descuidó un golpe en su antebrazo derecho. La manga corta evidenciaba una epidermis verdinosa que no admitía dudas para aquella abogada tan bisoña como observadora.
–Vamos a por él –la abordó sin preámbulos.
Y Marga, descosida de lágrimas, le descubrió íntimamente sus pechos para demostrar lo salvaje.