Siempre la observaba a través del cristal. De día y de noche. Él era un simple reflejo, no más que una sombra. Ella una muchacha triste desde que se casó con aquel animal que la mantenía presa. Retenida contra su voluntad. Así ambos, casi indistintos ya, cumplían la misma condena y, en sus celdas contiguas, lloraban su pena; divagaban y se atormentaban. No encontraban sosiego.
Pero una oscura noche, la mujer se acercó al espejo con extraña serenidad y, para su sorpresa, su incondicional no aparecía. No lo entendía. De pronto escuchó un grito que procedía de la cocina. Bajó corriendo. Allí estaba el cuerpo sin vida de su marido y el reflejo había vuelto al espejo. Sonreía.
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