María, la del tercero, sufría malos tratos, aunque en silencio. De alguna manera, había asumido que, por no ser una buena esposa, ella tenía la culpa de lo que pasaba. Siempre andaba a hurtadillas cuando entraba al patio, esperando no encontrarse a algún vecino que le hiciera afrontar la vergüenza de sus cardenales en la cara.
Y ya estaban hartas. Todo el mundo lo sabía, pero nadie hacía nada. Se habían acostumbrado a escuchar la rutina de gritos a través del deslunado.
Ese día, el conjunto de vecinas chismosas, como su marido las llamaba, al oír gritos, se presentaron en la puerta de su casa. Llamaron al timbre. Demasiado tarde. Al momento, un silencio sepulcral invadió el rellano.
Y ya estaban hartas. Todo el mundo lo sabía, pero nadie hacía nada. Se habían acostumbrado a escuchar la rutina de gritos a través del deslunado.
Ese día, el conjunto de vecinas chismosas, como su marido las llamaba, al oír gritos, se presentaron en la puerta de su casa. Llamaron al timbre. Demasiado tarde. Al momento, un silencio sepulcral invadió el rellano.
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