La lengua, que cuando la hería lamía las llagas después, la volvió a vapulear. Con cada escupitajo, en forma de palabra, su talla mermaba una cuarta. ¡Se había vuelto tan pequeñita con los años!
Al principio, tras las tormentas, que calaban sus huesos de menosprecio, conseguía secarse. El paso de las estaciones y las sucesivas acometidas la habían debilitado tanto que era incapaz de sacudirse la pena.
Pulgarcita no merecía continuar a la deriva, naufragando a diario en un mar dominado por un dios soberano de sus mareos.
Esa noche ahogo, por última vez, su opinión en su almohada saturada de humedades. Abrió los ojos por la mañana y decidió envolver esa lengua envenenada con papeles de divorcio.
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