Estaba sentada mirando por la ventana, con un café humeante en sus manos.
Me acerqué lentamente, le acaricié el cabello, sabiendo que su mirada estaría cargada de dolor.
Cuando la noche anterior llamó a mi puerta, no hicieron falta palabras. Sangraba, su piel estaba amoratada, pero lo que más dolía eran sus ojos tristes.
Su labio partido y su pómulo morado me hicieron sentir náuseas.
Hoy, está sentada en el mismo lugar, mirando por la misma ventana. Ya no llora, ni duele, ni sangra. Su piel es pálida, dulce, joven. Hoy, la miro a los ojos y no veo el sufrimiento que hace un año desprendía.
Hoy Lucía es libre. Es feliz.
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