La gente se arremolinaba ante el portón del pozo, el horror en la mirada, la ansiedad en la boca. Nosotras también contemplábamos el castillete.
Empezaron a subir camillas. Salían del sucio y estrepitoso ascensor metálico; cada tragedia que emergía evacuaba en una ambulancia precipitada si había esperanza, con el reposo de lo ya consumado en caso de muerte.
Los de la brigada de rescate informaban de la identidad del compañero caído. La tensión de cada salida era insoportable.
– ¡Ay, si es mi padre! ¡Que no sea él!
Lloré con mi amiga, ante la corazonada de que el mío volvería borracho a explotar a casa. No le confesé que rezaba para que no saliera vivo de la mina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario