Comenzó su rutina; ya no tenía hijos, ni marido, ni animales que cuidar. De camino a la oficina nadie le decía nada, tampoco a la vuelta, y eso era algo que después de un tiempo ella confundía con felicidad. Eso sí, le producía vértigo el vacío que sentía al llegar a casa. Entonces sucedió que, un día cualquiera, encendió una cerilla y sin querer la casa comenzó a arder. Salió con mucha templanza por la puerta, se sentó en frente de sus recuerdos mientras todo se consumía. Antes de que nadie pudiera ayudarla, sus propias cenizas comenzaron a esparcirse hasta confundirse con el viento; ella desapareció antes que el fuego del interior de su hogar, llevaba demasiado tiempo ardiendo.
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