Es medianoche. Sandra acelera el paso. Nota que alguien la está siguiendo. Su casa está ya cerca, pero se siente aterrorizada. Echa a correr. Se tropieza. Se reincorpora. Sigue corriendo, cada vez más rápido, cada vez con más miedo. Saca la llave. Intenta meterla en la cerradura, pero se le cae. La recoge. Vuelve a intentarlo. Lo consigue. Abre el pestillo, abre la puerta y entra. Cierra con fuerza y empieza a sollozar. Se apoya en el marco y va deslizándose hacia el suelo, desconsolada, sobrecogida, histérica. No sabe que no hay nadie en la calle, que nadie la persigue; solamente el incesante recuerdo de aquella ocasión en que el peligro fue real y ella no lo pudo evadir.
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