Desde el día que desapareció de sus vidas, coincidieron en que un aire fresco había entrado en aquella hacienda. Quizá se debiera al deseo de enterrar una existencia luctuosa o, en primera instancia, al hedor acumulado de un cadáver putrefacto.
La viuda, arropada por sus tres hijos, había sepultado por fin al hombre con el que la convivencia fuera un drama presidido por la violencia. Los cuatro agradecieron al destino el desenlace y juraron borrar su nombre para siempre.
Desbordados por la euforia, compensaron cada golpe encajado disfrutando la herencia del finado, hasta quedar sin un céntimo. No les importó, pues desde que desapareció de sus vidas se convencieron de que era de justicia.
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