Y tras resbalarse por última vez de mis manos la taza aniquilada, reposé mis antebrazos en el fregadero, ya casi sin poder notar el frío mármol, y percibiendo dolor, de nuevo un dolor extraño.
Abrí los párpados y por el sumidero bailaba el agua teñida de grana, proveniente de dos ríos: el grifo incesante y mi muñeca desesperada.
Pues de nuevo brotaba la poca ansia que quedaba en mis venas, truncadas por los restos de aquella taza que solamente intentaba sofocar.
Pero ahora era yo la que lloraba, irritada por la incomprensión de esta hazaña conocida, la cual, justo antes de hacerme posar las rodillas en el suelo junto a las maletas, me hizo comprender que amar, no puede doler.
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