Ahora nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir. Ningún vecino se atreve a hablar de los sollozos y los gemidos ahogados que nos llegaban cada vez con más claridad. Optamos por permanecer impasibles mientras nuestras almas se quebraban al sentir cómo su voz traspasaba la pared, haciéndola temblar como debían temblar sus manos al intentar cubrirse el rostro. Decidimos mirar hacia otro lado tragándonos nuestras propias evasivas que, a fuerza de masticarlas, fueron haciéndose tristemente fáciles de digerir. Y acabamos por quedarnos sordos y mudos, hasta que tuvimos que gritar por dentro cuando escuchamos las sirenas y ya no hubo más sollozos. Ahora el silencio es aún más doloroso.
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