Fregó el cubierto de su marido, temerosa de hacer ruido, y se sentó en la cocina; allí pasaba el día y muchas noches. Intentó hacer ganchillo pero sus manos le temblaban, algunas lágrimas resbalaron por sus mejillas, apretó el tapete contra los ojos, no podía verla llorar, un insulto la reclamaba desde la sala, sonó el timbre, otro insulto la urgió a abrir la puerta, mientras caminaba trataba de reponerse. “Sí... soy yo”. Su hijo entró detrás, con prisa. Elvira ya se alejaba prudentemente por el pasillo, la alcanzó, la abrazó, lloraron desoladamente. Su hijo supo del sufrimiento baldío aquella mañana: muy temprano, a hurtadillas, le contó lo que pudo, con voz entrecortada, con valentía: conmocionado, dolido, no lo dudó.
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