Aquella mañana no era diferente de tantas otras. Como era habitual en los últimos meses solía cubrir su rostro con una capa de maquillaje. Carmín aquí, color allá; conseguía disimular el dolor por fuera pero no en su interior. Salió de aquella que decía su casa pero no su hogar y se fue a dar su acostumbrado paseo. Llegó al cementerio. Los rayos de sol daban calor a su cara. A pesar del dolor, era agradable sentir otro calor que no fuesen sus puñetazos. Miró a su alrededor y se dijo que nadie recordaría el nombre de las flores pisoteadas. Y amargamente lloró por todas y cada una de aquellas flores marchitas.
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