Siempre le habían hecho creer que no valía. Que era más lenta que sus hermanos. Poco después comenzaron los golpes, como si estuvieran convencidos de que así iba a entender mejor la vida. Para estar a la altura, ella hacía todo lo que le ordenaban y más; pero nunca era suficiente.
Una tarde, decidió que ya no podía seguir adelante. Se derrumbó ante la puerta de la asociación, sin fuerzas para entrar. La vergüenza y el miedo la carcomían, y le impedían cruzar el umbral.
Una mujer apareció en la entrada y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Sin preguntas, ni objeciones. Por fin, después de tanto tiempo, una sonrisa…
—Entra—le dijo solamente. —No estás sola.
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