La señora Rosa siempre sacudía la ropa antes de tenderla, bien estirada y sin pinzas, para que al secarse no reflejara ningún pellizco.
Le gustaba colocar la ruleta de la plancha a una temperatura no muy alta para evitar que las prendas sufrieran quemadura alguna al alisar los pliegues rebeldes.
A pesar de los temblores que acusaban sus manos, resultaba placentero verle doblar las camisas, los pantalones y las sábanas con tanta delicadeza.
Conseguía que las prendas lucieran como nuevas, sin rastro de las manchas, arrugas e historias previas al lavado y planchado; aunque no encontraba la fórmula contra el desgaste.
La colada de la señora Rosa olía a mimos y caricias que el muy sinvergüenza, siempre impecable, nunca mereció.
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