La casa quedó en silencio. Todos habían marchado. La policía precintó la puerta. Habían retirado los cadáveres. Se trataba de un nuevo caso de violencia doméstica.
Pero dentro, pasaba algo extraño:
Engracia, como de costumbre, se metió en la cama y se tapó hasta las orejas. Pensaba que él no le iba a molestar más y, si descansaba un poco, los hematomas de la cara se borrarían.
El resuello cansino de Fulgencio le devolvió a la pesadilla de cada día. Volvió a sentir un frío difícil de aguantar. Además, no conseguía verle.
—¿No me vas a dejar descansar en paz? —dijo ella.
—Ya te lo dije, ni muerta dejarás de ser mía —contestó Fulgencio.
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