Tenía cinco años. Hubo escenas anteriores que no recuerdo; y posteriores que se hicieron cotidianas.
Era domingo. A mamá se le olvidó planchar la ropa de mi padre. Era casi la hora y no daba tiempo. Las palabras retumban borrosas en mi mente, pero los golpes desfilan nítidos en mi memoria. Una cicatriz de sal en la mejilla izquierda la dejó marcada para siempre.
Mi padre decía que la violencia es el último recurso del que hacía uso cuando mamá se portaba mal.
Tengo cuarenta años, mi madre está muerta y no sé nada de mi padre. Me quiero y me respeto lo suficiente para saber que la violencia jamás debe usarse como pretexto.
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