Cuando la bofetada fue a caer sobre su rostro, ya no era ella. El primer golpe alcanzó a la vecina del bajo y el segundo, al dueño del colmado de la esquina. Tampoco la alcanzó con la primera patada que fue a dar en la espinilla de la presidenta de la comunidad y el escupitajo postrero cayó sobre el chico que hacía footing cada mañana por el parque.
No era su mujer la que gritaba de dolor. Aullaban el panadero, la maestra y el médico del centro de salud. El barrio había abierto, por fin, sus ventanas. El barrio, alerta, aporreaba sus puertas. El aire traía complicidades y se llevaba silencios.
Sólo el confuso torturador seguía siendo él, miserablemente él.
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