Le dejó la cena en la despensa: un puchero de lágrimas y moratones llorados en silencio. Y se fue. Hastiada de ser el cocido de diario que se come, distraídamente, viendo los deportes por televisión; el que se menosprecia por su cotidianidad; el que se engulle sin contemplaciones, con prisa por ir a saborear el postre fuera (bombones de veinte años y esbeltas piernas).
En la alacena dejó platillos de ilusiones desportilladas y, en un cajón, entre rebanadas enmohecidas de pan, trocitos rancios de promesas incumplidas. Sólo se llevó, envueltos en papel de periódico, los pedazos de su dignidad quebrada, con la esperanza de recomponerla lejos de allí.
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