Me libero de la pantalla de lágrimas que empaña mis ojos. Miro al espejo y ya no hay rastro de esa sonrisa inocente e infantil que me caracterizaba. Solo tristeza, incomprensión, domesticación. Quiero comunicarme de algún modo con la persona que está frente a mí, pero me enseñaron a no hablar con desconocidos. Mi cabeza, torbellino de inseguridades y miedos, se siente atraída por la luz que se cuela sin permiso a través de las rendijas de la persiana. Vacío en mi mente. Abro la ventana y hace tanto que no disfruto de los pequeños detalles que apenas recuerdo qué es la libertad. Sonido delicioso el de las teclas del teléfono. Sonrío, ya vienen hacia aquí.
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