Aquí el ritmo del motor no suena asistólico e inmoral. Los verbos antaño imperativos se han convertido en algo menos trágico y más humano, algo que no se ahorca con las cuerdas bocales. Durante un tiempo me sentí culpable de haber parido un monstruo: era imposible negar el pensamiento de que aquel amor que te entregué se había transformado en la rabia colmada de espanto con que te dilatabas en mis pupilas cuando brotabas de mis glándulas lacrimales. Pero ahora sé, desde mi pedestal (a salvo del hambre y del miedo), que estoy fuera de tu alcance y no seré jamás tu alimento. El néctar de mis venas lo reservo para quien pueda amarme: la imagen sonriente de mi espejo.
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