Era extranjera, alegre, coqueta, confiada y de espíritu libre. Ajena a los calificativos peyorativos y sexistas de sus compañeros, disfrutaba del presente tratando de liberarse del estrés y la monotonía, pero nunca fue infiel.
Una sombra la seguía desde hace tiempo; la denominaba paciencia, pero se llamaba miedo. Sabía que en algún momento su peor cara se revelaría y así fue. Tras lo ocurrido, no sirvieron pretextos. Todo comportamiento impropio, acto de expresión, comentario y compañía fueron alimento para su ego, desencadenando gritos e insultos.
Le dijo que las palabras no eran importantes, que lo eran las acciones, justificando así sus injurias y humillaciones. Los demás, entre diversión y deseo, no intuyeron las consecuencias. Tuvo que huir, quería ser feliz.
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