Jamás olvidaré su cara. Amoratada, el labio partido y unos ojos que no se permitían más lágrimas ante su hija pequeña. Sí, eso fue lo primero que vi cuando entré en aquella sala. Separadas de los hombres y custodiadas en ese diminuto habitáculo en el que me oprimían tantas esperanzas rotas. Tres horas, ese es el tiempo que estuve en la sala de espera para mujeres e hijos menores durante mi primer juicio de violencia de género. Ciento ochenta minutos que me enseñaron más que mis años de estudio y otros tantos ejerciendo. Sus palabras ahogadas en la culpa, su miedo. No, no se trataba de un cliente más, era una mujer con nombre y apellidos que clamaba respeto.
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