Aquellas frases cotidianas e infernales abrían cicatrices. Sangraba el corazón y las paredes. El añil del mapa de tu rostro aparecía tras la mirada del monstruo. La herida latía a diario. Verbos náufragos de amor, repletos de ira, rellenaban el calendario.
Y entonces, en aquella gruta oscura, angosta y sin salida, un claro de luz apareció por sorpresa para cambiarlo todo. Donde menos lo esperabas. Al otro lado del espejo. Por primera vez aquel reflejo no te devolvía una sombra de fragilidad sino un tanque acorazado.
Y te diste las gracias por haber llegado a tiempo.
Y gritaste bien fuerte: ¡Hasta aquí!
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