Aquí llega el monstruo: Don Perfecto de puertas para afuera, sonriente, amable, educado en extremo, con un trabajo respetado como director de recursos humanos en una eléctrica. ¡Menuda paradoja!
Otra vez aparece borracho y ni siquiera son las nueve de la noche. Se acerca a mí con paso decidido, mientras una mueca desagradable se apodera de su cara y en sus ojos no veo atisbo de amor ni respeto.
Levanta la mano y, entonces, ocurre algo increíble: ante mis ojos, comienza a deshacerse en finas motas de polvo negro. Primero desaparece la mano, luego el brazo y después el torso y la cara. Lo último que veo en él no es sorpresa ni dolor, sino arrepentimiento.
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