Una sonrisa ensayada lucía su rostro esa mañana, saludando con su particular simpatía a los vecinos que por la calle se encontraba. Entre sus golpeados brazos, dormía, ajeno a todo, su pequeño, que para nada comprendía los gritos de la noche anterior.
Estaba decidida, jamás volvería junto al desalmado verdugo que tanto la había vejado. Miraba sin miedo a los que la rodeaban, sin tener que escuchar las abruptas palabras del celópata posesivo que la había anulado tantas veces.
Dolor físico al llegar al tren que la alejaría de la bestia. Dolor psíquico incurable, que parecía encontrar la Luz del Sol conforme se alejaba de la muerte en vida. Y en su casa, la soledad del cobarde maltratador.
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