Aquella noche en particular todo parecía tranquilo, hasta que sentí un súbito y seco golpe, una especie de extraño rugido aterrador que inundaba mis oídos y me hacía presa del pánico. Rápidamente avancé por el pasillo que unía el dormitorio con el salón y me detuve un instante enfrente del gran espejo que dominaba el pasillo, mirando incrédula la inhumana figura que, horrenda y espeluznante, me devolvía una diabólica mirada. Aún permanecía petrificada delante del espejo observando cómo de sus iracundas fauces emanaban repugnantes espumarajos. Cuando a la mañana siguiente despertó aquel licantrópico monstruo, su mujer ya no estaba allí.
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