Cuando la bofetada cayó sobre su rostro, ya no era ella. El primer golpe en la barriga alcanzó a la vecina del bajo y el segundo, un directo a la nariz, al dueño del colmado. Tampoco la alcanzó con la primera patada que fue a dar en la espinilla de la presidenta de la comunidad ni con el escupitajo postrero que cayó sobre el chico que hacía footing.
No era ya su mujer la que gritaba de dolor: aullaban el panadero, la maestra de la niña y el médico. El barrio había abierto, por fin, sus ventanas. El barrio, alerta, aporreaba sus puertas. El aire traía complicidades y se llevaba silencios.
Sólo el confuso torturador seguía siendo él, miserablemente él.
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