Esas alas de plástico servían para volar. El truco estaba en abrir la ventana para dejar entrar el aire y cerrar los ojos. Entonces podía imaginar que las alas se desplegaban, batiéndose con fuerza, y zigzagueaban entre los árboles llevándome lejos. Él no podía alcanzarme. Sus puños se cernían sobre mi cuerpo, pero sus golpes morían en el aire un segundo antes de rozar mi piel. Eran alas de plástico para dejar volar la imaginación y olvidar el dolor que me producían los golpes.
Pero al abrir los ojos todo seguía allí. El dolor, la humillación, la culpa. Por eso, aquella noche, arrojé las alas y la culpa por la ventana y corrí hacia la comisaría más cercana.
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