La mató. Sin ruido, sin golpes, casi sin saberlo.
La mató cuando le negó la palabra: «¡Calladita estás más guapa!» y cuando le hizo sentirse vacía: «¡Si no fuera por mí ahora estarías sola!».
Siguió matándola cuando la hizo sentirse torpe, absurda y necia. Cuando le vomitaba con desprecio: «¡Solo te salva el polvo con que empiezo cada mañana!»
La mató cuando la llamaba loca al ver sus lágrimas. La mató cuando empleó su cuerpo sin amor para dejarla luego sola.
Ahora anda arrastrando su tumba, sin saber que la lleva a cuestas.
Es una de tantas mujeres que se creen que están vivas. De las que rezan por las asesinadas sin saber que también ellas están muertas.
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