Vivía con asombro aquel instante, el más surreal de todos. Examinó al hombre y siguió con esfuerzo el hilo de sus palabras. Sus ropajes, tiesos y aparatosos, le parecían grotescos. Evocó con amargura sus consejos, la historia donde insinuaba, con voz solemne, un futuro temible. Su mirada, aguda y penetrante, intensificaba los latidos de su corazón. Tragó por enésima vez una densa bola de saliva y, sacando fuerzas de flaqueza, correspondiendo a las miradas suplicantes (la de su madre, y especialmente la de él, con semblante severo), estiró los pliegues de muselina y reprimió un gemido. Luego, recordando las humillaciones y los golpes, a punto de gritar, miró al sacerdote a la cara y dijo:
- No quiero.
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