Cuando Antonio arrasó la cara de Ana a puñetazos, su madre lloraba, suavecito, en un rincón.
Cuando rasgó su vestido su hijo gritaba y Antonio pensaba que un día fue hijo, su madre la cierva y el padre el cazador.
Cuando los gritos de Ana atravesaron los ladrillos, las vecinas subieron el volumen del televisor.
Cuando los vecinos vieron a Antonio recogiendo el correo saludaron amables y hablaron del tiempo.
Cuando caminó por la calle, nadie la vio.
Cuando cayó la cristalería de boda estalló y a los pedazos, a sus pedazos, acudieron periodistas y curiosos y todo el mundo se sorprendió.
Y cuando no quedaba Ana, el político habló de ella, como un número más.
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