Con la mejilla dolorida, ella le miró. Su actitud displicente, sin atisbo de arrepentimiento, abatió el trampantojo que ocultaba la realidad. Los ojos de él solo reflejaban prepotencia , deleite en el dominio de su pareja; mostraban la cobardía de quien oculta sus carencias, sus inseguridades y frustraciones intentando someter a la mujer.
Con la mirada le comunicó que no iba a sentirse humillada, ni a cruzar la línea roja de la aquiescencia, porque su libertad y dignidad no entraban en juegos.
Sencillamente, consideraría aquel ultraje como un minuto cero en el devenir de su existencia. Ya en la cama, sintió el calor de unos brazos rodeándola. Su hermana pequeña siempre le ofrecía su amor incondicional. Se sintió feliz.
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