La última vez que las vi resonó un tiro de pistola que multiplicaba sus gritos, un espejo roto, un rodar menudo, unas venas dañadas, un brazo corrido de sangre, y el sentimiento mustio y doloroso en los ojos de mi hija.
Me alejé de ellas por un tiempo. Hice caso al psicólogo y me encontré con el pecho ensanchado, suspirando en el pasillo de casa. No me ponía loco verla segura y guapa; ahora podía mirarla cuando sonrío ante el tropel de llamadas al timbre de mi mano impaciente, el mirar de alguna vecina, los ladridos del perro, cada vez más inquieto, y para encender el móvil; alguien debía avisar a la niña de la noticia ¡Maldito pasado!
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