Llamé a mi madre. Su tono dolido evidenciaba una reciente discusión conyugal. Me debatí entre mi deber de interesarme por ella y el dolor que me provocaba escucharla hablar de mi padre en aquellos términos, aunque para entonces yo le quería tan sólo por costumbre.
Comentamos acerca del nuevo párroco y del tiempo, mientras nuestras mentes iban por otros derroteros.
La llamé más tarde, preguntando por una receta suya, y también después, fingiendo que me había equivocado, para comprobar así, con alivio, que seguía viva.
De noche no conseguía dormir. Él probablemente habría bebido de más. Ella estaría sola y triste pasando el tiempo frente al televisor. O no. La escena podía ser otra.
Llamé de nuevo, pero nadie contestó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario