Millán sólo tiene cinco años, pero ya es un hombre. Se agacha junto a su madre y le acaricia las mejillas, hinchadas, con huellas cárdenas y estelas húmedas que dejan tras de sí gruesas y lentas lágrimas. Después recoge una de esas lágrimas y se la lleva a los labios, sintiendo el sabor salado de la mezquindad humana. Besa a su madre con dulzura y logra devolverla a este mundo, a su abrazo, a la necesidad de despedazar esa cadena que la atenaza, que les condena.
Su padre le mira con los nudillos enrojecidos desde el otro lado de la cocina y los ojos inyectados en sangre etílica. Le envidia. Su hijo ya es un hombre. ¡Él no!
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