De una patada abre la puerta, le silba como a una perra, y ella va.
Ya debería estar acostumbrada, pero aún tiembla. Agacha la cabeza como si sobre su cuello llevara un yugo y calla.
Su violencia es el látigo que señala los días.
A fuerza de tanto tragar silencio, su garganta es un túnel hacia la pena que desemboca en el vientre, tumba del amor.
Rota la espalda de cargar con el miedo, va cambiando de color conforme los golpes se borran y su sonrisa ondea engañando a todos los vientos.
Cuando amanece un nuevo día, se pregunta si siempre fue así, y no se acuerda, lo malo es que no se acuerda si alguna vez fue feliz.
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