Su instinto le decía que esa bestia no era de fiar. La sonrisa taimada lo delataba y su caro perfume no podía enmascarar el tufo a rancio que destilaba.
El día que la propinó aquel empujón, Crispín, que fue testigo accidental, emitió un bufido de rabia, erizó la piel de su lomo y después de cruzarle la cara con un arañazo, se impuso a sí mismo una particular orden de alejamiento; juró por sus siete vidas que no volvería a acercarse a ese animal.
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