Un cigarrillo y una copa de coñac completaban la escena.
Sentado en su sofá, contemplaba el cuerpo de su mujer sobre el suelo, teñido de rojo, que tantas veces había pisado.
Un cigarrillo, una copa y el mismo sentimiento de vacío que lo había acompañado durante toda su vida.
Ni una lágrima, ni el más mínimo sentimiento de culpa… nada; el vacío más absoluto era el único compañero en aquel momento.
Como quien no quiso la cosa, después de treinta años de malos tratos, de vejaciones y de frustración pagada con la más débil, la historia acababa de terminar.
Un sorbo a la copa, una calada al cigarrillo y una llamada de teléfono:
-Policía ¿Dígame?-
-He matado a mi mujer...-
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