Sabe lo que ocurre cuando su padre cierra la puerta de la habitación. Ni la televisión ni la lluvia golpeando contra las ventanas ahogan los primeros ruegos, los posteriores gritos, los postreros sollozos. Solo la marcha del padre y el paso del tiempo ahuyentan el miedo. Lentamente, se acerca a la habitación, en la que únicamente algún resto de sangre sobre la alfombra es prueba de lo ocurrido. Todo lo demás ofrece un aspecto tranquilizador, incluido el rostro de su madre, quien esboza una sonrisa que alguna vez fue inocente y hermosa y hoy solo es una mueca efímera, terrible y fugaz, destinada exclusivamente para ella.
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