Alguien vio tras los ojos de Soledad el dolor y le tendió una mano. Muy pronto, a ella se le acabaron los abrazos para los golpes y los gritos de Juan, y se marchó. El miedo se quedó en casa y Juan, que no sabía qué hacer con él, lo abrazaba cada noche. Años más tarde, él también lo abandonó. El día menos pensado, se encontraron. Ella hacía ya tiempo que colgó su pena y la dejó secar al sol. A Juan el agua de largas lluvias y torrentes lo limpió. Eran ya otros. Tras sus pasos y un adiós se dibujaba un bello rastro de perdón.
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