Era 25 de noviembre. Javier cumplía siete años y se había pasado la noche sin dormir. Y la culpa de su desvelo la tuvo alguien que no había cesado de gritar hasta el amanecer.
Lo primero que pensó fue que podía ser su madre, porque chillaba muy a menudo. Su padre siempre le decía que no la hiciera caso, que lo exageraba todo y se inventaba cosas porque estaba loca. Aunque Javier no creía que eso fuera cierto, pues sabía que su madre nunca decía mentiras.
Pero los gritos de aquella noche fueron diferentes. Parecían gritos de alivio, como si anunciasen el final de una larga pesadilla.
Su padre había asesinado a su madre a puñaladas.
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