Miró hacia el espejo del tocador, dudó unos segundos y, finalmente, se dirigió hacia él. Las lágrimas le impedían ver con claridad, así que se refregó los ojos y giró el cuerpo. Allí estaban: unos enormes cardenales negros y amarillentos se extendían por su espalda; nacían en el cuello, enjuto y frágil, y avanzaban sin remordimientos hacia la cintura, donde morían derrotados.
En la parte interna del brazo tenía tres pequeñas llagas abiertas del color de los geranios, de las fresas, de las amapolas… Untó una generosa cantidad de pomada en su mano y se la aplicó sobre la piel. Aquellas manos que antaño la habían arropado, grandes y hermosas, ahora arremetían contra su cuerpo como si fuesen brasas vivas…
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