Una buena capa de maquillaje, los ojos muy pintados y un jersey de cuello vuelto. Una sonrisa postiza y unos zapatos de tacón. Una simbiosis perfecta para un disimulo aterrador.
Va envuelta con el abrigo de la culpa y el vestido de la incomprensión, que cubren con esmero las cicatrices de su piel, esculpidas por aquel al que una vez amó y que se convirtió en su amo y señor. Y no se enfrenta a él, tal es su temor, también oculto por el dedo acusador de quienes condenan a una mujer con miedo, vergüenza y sumisión.
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