Aun me acuerdo de cómo se veía y alucinaba. Le gustaba el rojo de sus labios. El maquillaje se convirtió en un arma y dejó de ser escudo. Se contoneaba al pasar por los escaparates. Le encantaba mirar el movimiento de los volantes de su falda.
Le dijo que no se moviera, aprendió a volar. Se echó a volar. Que se quedase callada, y destrozó el silencio. Cogió la soga y deshizo uno a uno lazos y nudos.
Decía que, para caricias, las que le daba el aire. Y atarse, sólo las botas.
Después de todo, después de tanto, ella nunca se había ido. Se quedó con nosotros, y pudimos renacer.
Esa, la de los rizos, es mi madre.
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