viernes, 27 de octubre de 2017

Fuerte marejada

Águeda se murió de vieja con veintinueve años y una hora. Yo no había tenido una sola amiga hasta el día en que decidió aparecer, tropezando con mi máquina oxidada, por el curso de mecanografía. Desde donde consigo recordarla, su tajante negativa a responderme por qué aderezaba el café con sal Mandon nunca me dejó dormir. Solamente cuando hube arrojado sus cenizas al Estrecho de Bering me confesó, aún a regañadientes, que algo tenía que hacer con los restos que le sobraban después de echársela en las heridas del alma.



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