El corazón me hizo abandonar el pueblo, paraíso modesto para mis enormes ansias de volar. Tres años respiré el veneno que me administraba Julián, en nuestra húmeda y lóbrega madriguera.
Aspiré la última bocanada de aire viciado, perlas amargas llegaron a la comisura de mis labios. Empujé suavemente el retrato, que se desintegró en el suelo y volé escaleras abajo. Pasé por última vez por el bar donde el monstruo, acodado e inclinado en la barra, ingería el combustible del odio.
Llegué frente al caserón de anchas paredes, pasé mi mano con delicadeza por la frondosa maceta de albahaca y cubrí mi rostro con su fragancia. Cerré los ojos; aromas de mi infancia y de esperanza invadieron mi mente.
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